5 de febrero de 2007

Cravioto en el Constituyente de 1917: la defensa de los renovadores.

Las sesiones del Congreso Constituyente se iniciaron el primero de diciembre de 2016; no obstante, en los días previos se llevó a cabo la integración del Congreso y un intenso debate sobre las credenciales de muchos diputados, entre ellos "los renovadores" (como se denominó a quienes habían pertenecido a la XXVI Legislatura). La estrategia contra ellos incluyó desde anónimos hasta intervenciones como la de Rafael Martínez de Escobar. El 21 de noviembre de 1916, Alfonso Cravioto pronuncia el siguiente discurso en defensa de las credenciales de los renovadores.

Imagen tomada del Archivo Histórico de la Cámara de Diputados.


Celebro mucho que sea la juventud simpática, franca y contendiente de Rafael Martínez de Escobar, la que tengamos por delante, y no esta hoja anónima y cobarde, firmada por algunos que no han tenido, como nosotros, el valor de venir aquí, frente a frente y cara a cara, a asumir todas las responsabilidades que se nos exijan y a contestar todas las impugnaciones que se nos hagan.

La situación, en este Congreso, de los que fuimos diputados renovadores, me hace recordar un cuento viejo: había en una familia de gente bien educada la prohibición de que los chiquillos acudieran a la mesa cuando se tenía visita invitada a comer. Esto era con objeto Je que los muchachos no hicieran boruca. Fue el tiempo pasando, los chiquillos crecieron y sucedió, como era de esperarse, que el padre quiso iniciar al mayor en las prácticas sociales; la primera vez que hubo invitados, hizo que el chiquillo fuera a la mesa, prohibiéndole que tomara la palabra si no era con previo permiso. Transcurrieron los minutos, se sirvieron los platillos, y al llegar al mole, el niño comenzó a levantar la mano. El padre le dijo que hablara, y el otro exclamó: "Papá, me tocó hueso."

Esta es, señores diputados, la situación de nosotros en el Congreso. La primera vez que tenemos el honor de dirigirnos a tan ilustre Asamblea, es también para decir que nos tocó hueso, ya que hay algunos bondadosos compañeros que quisieran regresarnos a los lugares de donde vinimos, empacados en un furgón a guisa de cascajo político o en calidad de desecho de tienta.

No seré yo quien lamente que ciertas discusiones personales, provocadas por ignorancia completa de los hechos o por cálidas pasiones egoístas, hayan entrado a este Congreso. Creo que es sumamente benéfico para los que habremos de integrar la Asamblea Constituyente, para el país, y para las labores mismas que nos están encomendadas, que se haga perfecta depuración de los hombres.

No veo en el tono vehemente que ha querido emplear el señor Escobar los primeros destellos de una borrasca que comienza; sino más bien los últimos relámpagos de una tempestad que se aleja.

El debate que se inicia, señores diputados, tiene para la significación de este ilustre Congreso, verdadera importancia: no se trata de discutir solamente la legitimidad de las credenciales que nos han traído aquí: sino que se trata, sobre todo, de esclarecer algunos puntos culminantes del momento acaso más doloroso de nuestra bien martirizada historia nacional.

Yo traigo a este debate mi serena confianza en la justicia vuestra, mi fe absoluta en el triunfo definitivo de la verdad y mi deseo sincerísimo de librar la memoria de ese hombre grande y bueno que se llamó don Francisco I. Madero, del rechazo hiriente con que la lógica implacable arroja también sobre el mártir algunos de cargos que se nos hacen, puesto que la renuncia de Madero no sólo afecta a aquellos que la aceptaron; sino que afecta también al hombre venerable que puso su firma al calce de ella.

No quiero hacer en esta ocasión un discurso, sino mejor una plática política; no necesito de los prestigios de oropel de la retórica ni las argucias de la dialéctica para mi defensa y la de mis compañeros; sino que me bastará exponer, con protesta ante ustedes y ante la nación y ante la historia de decir verdad, me bastará exponer con toda sencillez, pero con toda precisión, una serie de hechos irrefutables y hacer las deducciones que esos mismos hechos imponen.

El día que se presentaron las renuncias de los señores Madero y Pino Suárez fue el siguiente al de la aprehensión de dichos señores y al de los fusilamientos horrendos de Bassó y de Gustavo Madero.

El pretorianismo, consumada la traición abominable, desplegaba ferocidades chacalescas y se ostentaba nauseabundo y capaz de osarlo todo.

Se había citado a una sesión extraordinaria de la Cámara y muchos presumíamos lo que iba a suceder.

La mayoría parlamentaria que había apoyado al presidente Madero, se encontraba disgregada; unos diputados estaban presos, otros se habían escondido, algunos consiguieron salir de la ciudad; los pocos que quedábamos para afrontar la situación, logramos reunirnos en una de las calles cercanas a la Cámara, en los alrededores del Teatro Mexicano, para discutir qué era lo que convenía hacer. Algunos opinaban por no ir a la sesión, otros por asistir y votar en contra de las renuncias. Todavía no se llegaba a un acuerdo definitivo, cuando se presentó ante nosotros un compañero de toda confianza, don Jesús M. Aguilar, pariente de Madero, y nos puso de manifiesto la situación. Madero y Pino Suárez ya habían firmado las renuncias. El cuartel general decía estar dispuesto a hacerlos salir al extranjero inmediatamente que el Congreso aceptara la dimisión; en caso contrario, si los diputados maderistas rompían el quórum o impedían por otro medio que las renuncias fueran aceptadas, entonces se procedería militarmente, y el cuartel general estaba resuelto a hacer desaparecer al presidente y al vicepresidente esa misma noche de cualquiera manera. Aguilar, por lo tanto, en nombre de la familia Madero, se acercaba a nosotros para suplicarnos que asistiésemos a la sesión y votásemos las renuncias.

Todavía más: se nos aseguró que la situación internacional era de tal manera grave, que de no resolverse el asunto de la Presidencia esa misma noche, al otro día las tropas americanas desembarcarían en Veracruz rumbo a México, es decir, la intervención y la guerra con los Estados Unidos.

¿Cuál era, señores, después de esto, nuestro deber? Desde luego aceptamos ir a la Cámara para evitar el fusilamiento inmediato del presidente; ya en ella, nos encontramos con esta situación: los señores Moheno, Salinas y Delgado, confirmaron desde la tribuna, con circunloquios, pero de una manera clarísima, las amenazas que había hecho el cuartel general en contra de la vida de los funcionarios presos. Todos los enemigos de la revolución, acrecidos con los que siempre se van a la cargada, formaban una mayoría decisiva dispuesta a aceptar la renuncia. Frente de ellos nos encontrábamos grupos: el legalista y el maderista, formando minoría perfectamente notoria; como dije antes, éramos sumamente pocos, así es que la responsabilidad de esos actos no corresponde a todo el grupo renovador, sino a los miembros de él que asistimos a la sesión. Nuestros votos no eran decisivos, formaban una minoría insignificante, no significarían más que una protesta. ¿Era conveniente lanzarla? Los legalistas opinaron porque sí, los maderistas, con excepción de Luis Navarro, opinamos que no, y voy a justificarlo.

El grupo legalista de la Cámara encabezado por Francisco Escudero y Luis Manuel Rojas, representaba al grupo moderado del Partido Liberal presidido por Iglesias Calderón; defendía la legalidad por la legalidad misma, y nada más, y ésta era la única base de su apoyo para el Gobierno de Madero. Nadie los consideraba entonces como maderistas. Ellos tuvieron la facultad de rehusar su voto libremente sin comprometer la existencia del presidente y no arriesgando más que propias vidas. Hicieron bien.

Nosotros, los maderistas, estábamos en situación enteramente distinta. Con Madero teníamos ligas estrechas de correligionarismo, de fe, de gratitud, de cariño y de amistad personal. Él era nuestro apóstol y nuestro caudillo, nuestra bandera y nuestra guía; era algo más que el presidente de la República: era el redentor del pueblo. Representaba no sólo la legalidad, sino algo de mayor trascendencia para para nosotros: representaba la revolución. Su vida, por lo tanto, era para nosotros necesarísima y había que defenderla a toda costa, no sólo por interés sentimental ni sólo por nuestra amistad, sino también por nuestro deber de revolucionarios.

Y Madero había presentado su dimisión ¿Qué había detrás de ella? ¿Era éste un acto en el que inmolaba sus principios? ¿Era ésta una debilidad? ¿Era una cobardía? ¿Era una simple acción egoísta queriendo salvar la vida por la vida misma? No, indudablemente. ¡Menguado sería quien tal creyera! Madero había demostrado en ocasiones tremendas su indiscutible valor y su indomable energía; había hecho renuncia de su viaje en múltiples ocasiones y se había mostrado dispuesto para el martirio cuando el martirio fuera necesario. ¿Cuáles fueron pues, las causas que le obligaron a dimitir? Exactamente las mismas que tuvimos nosotros para votar la renuncia, y esto lo comprueban los escritos de Márquez Sterling, las últimas conversaciones de Madero con Pino Suárez, y las postreras confidencias que hizo a sus amigos. Madero creyó que salvando su vida, saliendo al extranjero antes de seis meses volvería a su país restaurado por el poder avasallador del pueblo.

Protesto, señores, que ésta fue la causa, la causa principalísima por la que nosotros votamos también esa renuncia.

Y ahora, que nos juzguen los hombres honrados y serenos; pero que nos juzguen teniendo muy en cuenta las circunstancias de entonces. ¿Debimos haber faltado a la Cámara? Entonces fusilan desde luego al presidente. ¿Debíamos haber dado nuestro voto en contra? Estábamos en minoría, nuestra negativa no hubiera significado más que una protesta metafísica sin otro resultado práctico que crear mayor desconfianza para la vida de los funcionarios presos. Nuestro voto no fue cobarde; de haber tenido miedo, no habríamos ido a la sesión, y yo no habría hablado en la Cámara. Nuestro voto no fue traidor a los principios, porque antes que nada está la vida de la patria, y nosotros tratábamos de librarla de una intervención extranjera y desastrosa; nuestro voto no fue traidor a Madero, porque intentábamos conservarle la existencia; no fue traidor a la revolución, porque tratábamos de libertar a su caudillo, y. por último, no fue traidor a la legalidad, porque Madero, vivo y libre, significaba la restauración constitucional en breve plazo.

No cometimos un delito, no cometimos una falta, cometimos un error que fue también el de Madero; no prever la segunda traición de Huerta, acaso más abominable que la primera: no concebir en nuestra psicología de hombres honrados la perversidad infinita, la podredumbre inverosímil que había en los hombres directivos del cuartelazo de febrero.

Este es, señores, el cargo que en justicia puede hacérsenos; pero de este cargo nos exculpa la sana intención con que lo cometimos. La buena fe de este acto mío está certificada con mis antecedentes políticos anteriores de diez años a la renuncia de Madero, y con mi conducta pública posterior hasta la fecha. Pregunta el señor Escobar que cómo podríamos explicar la actitud que asumimos entonces. Bastarían los razonamientos que he expuesto con absoluta verdad; pero hay también, señor Escobar, en el DIARIO DE LOS DEBATES, las palabras que me vi obligado a decir en nombre de mis compañeros desde la tribuna de la Cámara. Allí, señores diputados, está asentada la comprobación de lo que he dicho. Yo afirmé entonces que el voto que íbamos a dar en favor de las renuncias no era por temor de atentados contra nuestras personas, que no nos cohibían ni nos espantaban; sino únicamente para salvar a la patria de una intervención extranjera funestísima, y, sobre todo, para librar la existencia de los dos altos funcionarios, en la sesión en que se votó la renuncia de Madero.

Si, como nosotros creímos, Madero sale de las garras de Huerta en el tren que estaba preparado y en el que lo esperaba ya su familia y algunos diplomáticos que iban a acompañarlo, yo desafío a cualquiera de vosotros me diga si Madero no hubiera vuelto poco tiempo después a la Presidencia de la República ayudado por el poder enorme de su pueblo.

Por desgracia, en la política, como en otras muchas cosas, todo se juzga por él éxito. Si hubiésemos acertado en nuestro patriótico deseo, fuésemos ahora políticos sagaces, salvadores de Madero y de la revolución, y nuestros serían los elogios y las alabanzas; pero viene el fracaso en vez del éxito y es natural que caigan sobre nosotros los reproches duros y las palabras amargas. Bien sabemos que casi todos entonan la canción cananea de Marcial, el poeta de los cinismos, que predicaba: "Si César es fuerte, con él; si César fracasa, contra él." Ya también dijo el clásico: "Locos son Catilina y Masianello, porque les fue contraria la fortuna."

Dice el señor Escobar que después de los asesinatos de Madero y Pino Suárez, debimos haber ido a los campamentos del Norte; o que si no tuvimos valor para ello, debimos escondernos en las covachas de nuestras casas; que como nos quedamos en México, no somos revolucionarios ni de ideas, ni de sentimientos, ni de acción.

Yo pregunto al señor Escobar si fue acto de valor mío, si fue acto de un revolucionario de ideas, de sentimientos y de acción, haber pronunciado en la Cámara de Diputados, a raíz de los asesinatos de Madero y Pino Suárez, frente a frente de los usurpadores y cuando el terror embargaba todos los espíritus, el primer elogio que de los mártires se hizo en la República. Yo pregunto al señor Escobar si es o no, ser revolucionario de ideas, de sentimientos y de acción, haber venido trabajando por las libertades del pueblo desde el año de 1903, como lo puedo comprobar con estos periódicos en que existen desde entonces artículos míos, candentes como de muchacho, pero con un gran sentimiento libertario que sigue perdurando en mí todavía. En esos artículos, señor Escobar, bajo mi firma, se ataca desde 1903 la séptima reelección del general Díaz; por ellos sufrí mi primer encarcelamiento, yendo seis meses a la cárcel de Belén, en compañía de los Flores Magón, de Juan Sarabia y de otros luchadores inolvidables. Yo pregunto si es o no ser revolucionario de ideas y de sentimientos, haber salido de esa prisión y a pesar de los obstáculos y a pesar de los peligros, seguir laborando francamente por los ideales del pueblo, desde entonces hasta ahora, sin vacilación y sin cobardía.

No se nos ocultó que podíamos irnos a los campamentos de la revolución;  pero, señores, nosotros sabíamos perfectamente la situación que se tiene en un estado revolucionario de un lado y de otro. Ya desde entonces lo presentíamos, y ahora que yo he pasado por todos los trances lo confirmo. La mayor parte de los civiles que van al lado de una revolución cuando el período de ésta es principalmente militar, más van a servir de estorbo que de ayuda; más van a servir de parásitos que de hombres verdaderamente útiles; por esto no fuimos a los campamentos de la revolución. ¿Qué íbamos a hacer allí? ¿Íbamos a ser soldados? Yo me declaro francamente sin virtudes militares para ir a un asalto o para tomar una trinchera. Hubiera sido un soldado de los peores, un soldado como cualquiera, un fusil mal manejado y nada más; en cambio, en la Cámara de Diputados, señores constituyentes, nuestra acción era más efectiva; nosotros nos quedarnos para trabajar allí obstruccionando en todo al Gobierno de la usurpación y organizando una oposición que dio resultados. Y si es verdad que Obregón llegó a la cima en los campos de Celaya, también es verdad que Belisario Domínguez llegó a la inmortalidad en el Senado de México.

Los peligros que tuvimos que afrontar eran formidables, y pesaban sobre nosotros a cada momento y en todas las circunstancias.

En los primeros días de marzo los miembros del bloque renovador nos reunimos en el Salón Verde de la Cámara de Diputados; allí se hizo un pacto escrito que firmamos todos y en el que juramos por nuestro honor hacer una oposición enérgica y sistemática contra el Gobierno de Huerta.

Este documento lo conservé en mi poder sólo 24 horas. Reflexionamos después que si éramos hombres de honor, salía sobrando el documento. Tal papel sólo servía para comprometernos gravemente ante nuestros enemigos, y entonces optamos por destruirlo. Yo digo, en honor de los renovadores, que todos supieron cumplir con el ju-ramento que se hizo, que todos nos apegamos al pacto, y este hecho es conocido de la República entera, este hecho ha sido muy estimado por algunos de los revolucionarios que están al tanto de estos detalles, inclusive el ciudadano Primer Jefe.

La cuestión del empréstito, como la pinta el señor Escobar, es absolutamente calumniosa. Yo no creo que el señor Escobar haya venido a esgrimir aquí ese argumento con mala fe, sino simplemente con falta completa de conocimiento de lo que sucedió en la sesión en que se discutió el empréstito.

Traigo, señores, como comprobación de nuestra actitud de entonces, un libro que ha escrito el señor Palavicini haciendo exacta historia de nuestra actitud en la Cámara, con documentos auténticos, cuyos originales están en el DIARIO DE LOS DEBATES. Este libro, si acaso lo consideran parcial por ser quien lo escribió un diputado renovador, tiene comprobación perfecta en el DIARIO DE LOS DEBATES, que pueden ustedes consultar en la Oficialía Mayor de este Congreso.

Nosotros tuvimos siempre el firme propósito de oponernos por todos los medios a la consecución del empréstito. De casualidad hubo un incidente que se prestó para que obstruccionáramos el quórum de la Cámara en la sesión en que el empréstito iba a empezar a discutirse. El diputado Francisco Escudero, que había salido para los campamentos de la revolución, suscitó en el seno de la Cámara dos cuestiones: la primera, si era debido que un diputado que notoriamente estaba revolucionando, siguiera cobrando dietas, y la segunda, si un diputado que había salido de la ciudad para irse a los campamentos revolucionarios, debía ser substituido por el suplente, o no. He citado estas cuestiones, porque en ellas también se ve nuestro revolucionarismo. Habían salido ya muchos de nuestros compañeros que estaban al lado del señor Carranza, entre otros, González Garza, Fabela, Álvarez, Escudero, los que habían dejado, por nuestro consejo, poder para que algún apoderado cobrara sus sueldos y sus familias no carecieran de pan. De esto estaban enterados todos nuestros amigos y, sin embargo, tarde a tarde estábamos en ayuda de aquellos revolucionarios.

En la sesión en que se iba a votar el empréstito, el presidente de la Cámara, de manera arbitraría, introdujo al salón al señor Salvador Garibay, suplente de Escudero, y se quiso hacer, contra lo previsto en el Reglamento, que la Cámara le tomase protesta y que inmediatamente empezase a funcionar como diputado. Nosotros, desde luego, nos levantamos con energía en contra de ese acto arbitrario, tratamos de impedirlo, y abandonamos en masa el salón. Más nos importaba descompletar el quórum de la Cámara, que la entrada de ese diputado, quien, por ser suplente de Escudero, podría tener más afinidad con nosotros que con los contrarios. A pesar de nuestra salida, que como dije, fue en masa, el empréstito se discutió esa tarde y se aprobaron los principales artículos. Nosotros seguimos obstruccionando, y al otro día varios de los diputados que nos habíamos salido de la sesión anterior, el señor Palavicini, el señor Urueta, el señor Rendón, el señor Ugarte y el que habla, hicimos esfuerzos para que se hiciera constar en el acta nuestra salida, para que se viera que el empréstito había sido votado sin quórum legal y que, por lo tanto, asentada esta irregularidad, no se pudiera conseguir en el extranjero, pues más tarde la revolución tendría en ello el más fuerte de sus apoyos para desconocer totalmente el empréstito.

Como ven ustedes, las instrucciones dadas por el Primer Jefe por medio del licenciado Arredondo, se iban cumpliendo. Es verdad que el telegrama enviado a este Congreso por el señor Carranza no fija fecha, no dice, además, cuándo el licenciado Arredondo fue a darnos esas instrucciones; pero esto no le quita ni fuerza ni validez a la honrada justificación que en honor nuestro ha hecho el ciudadano Primer Jefe, pues en el mismo libro del señor Palavicini a que me he referido, y que está escrito de tiempo muy atrás, puede verse la referencia exacta de las mismas instrucciones a que se refiere el ciudadano Primer Jefe.

Después, para qué hablar más; vino la disolución de la Cámara, la caída de Huerta, y vino, señores, la primera depuración que tuvimos nosotros en Tlalnepantla, cuando el Primer Jefe tuvo la bondad de llamarnos a su lado y utilizar nuestros servicios directamente desde entonces. Vino después la incertidumbre del periodo de la Convención, cuando Carranza estaba en Puebla, sin más ayuda efectiva que la del general Coss y sin más amigos civiles que unos cuantos, entre los que nos contábamos nosotros. Tuvimos el honor, algunos de los renovadores, de irnos a incorporar con él, y entonces el ciudadano Primer Jefe confirmó toda la lealtad que habíamos tenido en la Cámara de Diputados para él, para el constitucionalismo y para la revolución.

Nuestra conducta en Veracruz también es conocida. Todos ustedes saben que muchos de los diputados renovadores, a pesar de lo que se diga aquí, hemos prestado servicios, hemos trabajado dentro de nuestro carácter civil y algunas de nuestras principales obras, que ha llevado a cabo la revolución, han sido, señores, este hecho. En la integración del personal constitucionalista hay un embajador, varios ministros diplomáticos, varios miembros del gabinete y algunos que han trabajado con el Primer Jefe en la elaboración de las leyes, y que han salido todos del grupo renovador. Tal confianza del ciudadano Carranza para llamarnos a puestos directivos, creo que basta para darnos crédito de no ser espurios dentro de la revolución.

Para concluir, voy a decir sólo unas palabras relativas al artículo 4º. Algunos que se dicen con espíritu de radicalismo, piensan que ese artículo se debe aplicar al pie de la letra; esto, señores, sólo se explica por falta de conocimiento en el manejo de las leyes o por sobra de pasión personal o de intereses bastardos.

El artículo 4º. es un artículo del orden penal, puesto que marca la incapacidad política para muchos ciudadanos. Las leyes penales, según el criterio del Derecho, no deben aplicarse así, sino, por el contrario, haciendo interpretación de ellas conforme a su espíritu y teniendo en consideración las circunstancias especiales de cada individuo en cada caso. Antes se castigaban los delitos como entidades abstractas y éste era el criterio brusco, rancio e injusto; hoy se aplica un criterio positivo, considerando que no existen delitos, sino delincuentes, como no hay enfermedades, sino enfermos. Voy a poner de relieve, sin meterme en los vericuetos de la jurisprudencia, sino de manera concreta, los abusos a que daría lugar la interpretación del artículo 4º., tomado textualmente. Todos sabemos que el robo está castigado; que el asesinato está castigado; pues bien, señores, a juzgar solamente por las apariencias, supongamos ver a un grupo de hombres que han saqueado una hacienda, que han matado a los que habitan en ella y la están incendiando. Estos hombres, indudablemente, pueden ser unos bandoleros, pueden ser unos asesinos, y pueden ser unos incendiarios; pero, señores, también pueden ser revolucionarios, también pueden ser patriotas que en un acto supremo de necesidad angustiosa de la guerra, hayan tenido que recurrir a esos medios crueles y que en vez de merecer el reproche de la sociedad, merezcan al cabo el respeto y la gratitud de sus conciudadanos.

Otro ejemplo político pondrá más de relieve lo erróneo del criterio que se dice radical; ¿qué haríamos, señores, si el general Obregón viniese a este Congreso con un mandato semejante al nuestro? ¿Lo íbamos a arrojar de aquí, pensando sólo que en un momento de extravío se acercó al ciudadano Primer Jefe para pedirle su renuncia en nombre de la Convención de Aguascalientes? No, señores diputados, si tal hiciéramos, si expulsáramos de aquí al héroe de Celaya con criterio tan mezquino, entonces la mano desgarrada y sangrienta que cayó en los campos de León como semilla de glorias venideras, señalándonos la puerta en protesta contra tan magnas injusticias. (Aplausos.)

Aplicar, señores, al pie de la letra, el artículo 4º., no es tener criterio de radicalismo, sino tener criterio de cocinera, esto es exactamente. Una cocinera ve que el patrón tiene dolor de barriga, que llega el médico y le da una receta; la cocinera recoge la receta y le pone: "para el dolor de barriga". Después, un hermano de la cocinera, se enferma de apendicitis; ella sólo ve el dolor de barriga e incontinenti le aplica la receta...

—El C. Magallón: Pido la palabra para una moción de orden. El artículo 102 del reglamento dice: "Artículo 102. Los discursos de los individuos de las Cámaras sobre cualquier negocio, no podrá durar más de media hora sin permiso de la Cámara."

—El C. presidente: El señor Cravioto no tiene media hora todavía. (Risas. Aplausos.)

—El C. Cravioto continúa: La cocinera, que ha guardado la receta para el dolor de barriga, tiene una hermana con el vientre adolorido por irregularidades menstruales; la cocinera aplica también la receta famosa para el dolor de barriga. Esto, señores, yo he querido hacerlo ridículo para hacer resaltar el absurdo criterio de los que piensan de tal manera; pero, saliendo del género chico, llamo la atención de la ilustre Asamblea sobre las graves consecuencias que sobrevendrían de aplicar el artículo 4º., entendiéndose con semejante criterio. Es este debate, señores diputados, uno de los actos primordiales del Congreso Constituyente, y yo pregunto: ¿no sería verdaderamente penoso que la Asamblea diese tan poca muestra de intelectualidad, de criterio moral y mostrase tan desastrado concepto de la justicia? ¡Ah, señores!, de dejarnos arrastrar hasta ese abismo, la nación entera, y con la nación la historia, no nos dejaría prestigio intelectual, prestigio moral para enfretnarnos con la obra augusta que se llama Constitución; es decir, señores diputados no sólo se cometería una injusticia, sino que se crearían trabas a la Constitución que se va a hacer, pues creando desconfianza para nuestros trabajos, sembraremos bombas de dinamita para la paz de la República, y, naturalmente, señores diputados daríamos bandera y pretexto a los cabecillas, a los ambiciosos y a los inacautos para que, en nombre de la integridad de la Constitución de 57, ensangrienten de nuevo al país y estorben indefinidamente nuestra obra.

Señores diputados: sóis ahora los representantes legítimos de la República, la selección mejor de nuestro cuerpo, la síntesis más alta de la patria. Confiadamente ponemos en vuestras manos no sólo la suerte de una credencial transitoria, sino la reputación de nuestra vida política y nuestro honor de revolucionarios. Decía el emperador Galba en un momento solemne: “Herid, si es que mi muerte salva a Roma”. Nosotros decimos ahora: arrojadnos de aquí si nuestra expulsión es útil para las libertades de México; pero antes, pensad, señores diputados, que detrás de nosotros hay trece años de antecedentes políticos limpios y esforzados, trece años de lucha honrada, desinteresada y continua en pro de las libertades del pueblo y, por lo tanto, al dictar vuestro fallo inapelable, fijad los ojos en nuestra vida totalmente expuesta, y sin vacilaciones discerniereis nuestra completa buena fe y nuestro espíritu siempre revolucionario. Sois la esperanza de la patria, sed también el honor de vuestro pueblo; lejos de vosotros las pasiones y los egoísmos que matan. El instante es solemne y es muy seria la obra. Necesitamos que el pueblo nos comprenda unidos, trabajando por hacer una gran patria, próspera y feliz, confundiéndonos todos en este gran ideal común, sintámonos mexicanos, nada más que mexicanos, pero profundamente mexicanos, y vayamos en nombre de la República a las glorias de la libertad. (APLAUSOS PROLONGADOS).